¿Cuánto necesitamos para rompernos por
dentro? Como si fuéramos balsas en un mar de tormenta, nos enfrentamos al
día a día, a los pequeños sinsabores, a las desgracias más grandes, con una dosis
de valentía que requerirían novelas grandiosas. Pero a veces, cuando el mar
azota demasiado, cuando nos zarandea como si fuéramos un trapo viejo, cuando no
vemos la salida, nuestro cuerpo se quiebra, se rompe, se hace añicos y las
numerosas piezas que saltan, que se convierten en pequeñas miguitas de pan que
tener que ir encontrando, se quedan estancadas en el tiempo.
En tiempo de prodigios es una vida, una vida que se convierte en libro, o
dos vidas que se cruzan y que se salvan una a otra, que se ligan como las
salsas caseras, las de una madre a la que guardamos el recuerdo, la voz, todo
lo que ella conllevaba. Somos seres afincados en las imágenes, en lo que
recordamos y no recordamos, en los vacíos que llenamos con palabras, en un
sillón con mantas que nos abriga del frío que hace allí fuera, en la realidad,
tan tranquilos nosotros en el mundo del hogar, en la lumbre que calienta pero
no ahoga, porque ya lo hace demasiado la vida real, la que se escapa siempre
entre los dedos cuando queremos apresarla. Será que vivimos en tiempos
revueltos, tanto que, sin pretenderlo, nos vemos hablando, conversando,
llenando espacios. Necesitamos parar, observar, contemplar el mundo, y después
ser parte de él, de sus elementos, para que no nos convirtamos en nadie. Esa
conversación, ese llenar la vida con historias, esas palabras nacidas para ser
contadas, son la vida de la que se nutre esta novela, que guardo en el
recuerdo, que viaja conmigo desde hace años, a la que visito en numerosas
ocasiones para perderme en su texto.
Cecilia se encuentra en un momento de crisis. Su
madre ha muerto y ha roto con su pareja. Pero ella, a su vez, es la única que
visita a Silvio, el abuelo de su mejor amiga, un hombre con sus luces y sombras
y que guarda en su interior una historia que, Cecilia, está a punto de
descubrir.
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